-Sí, Francisca, me
encuentro bien- le aseguró él mientras sus ojos brillaban de dicha al verla
sonreír de aquella manera; con la alegría bombeando en su pecho para calar cada
centímetro de su ser. Pero también con miedo, con el miedo de quien teme
despertar y volver a encontrarse con la realidad. Con el miedo de quien no
quiere perderse de nuevo en la soledad de su ausencia.
Y, con ese miedo
nublando sus pensamientos, cerró los ojos para atreverse a poner en palabras
las únicas dudas que la mantenían a medio camino entre la felicidad y la
tristeza.
-¿Entonces sabes dónde
estás y quién soy?- pronunció a media voz.
Él asintió,
repetidamente, como respuesta y sonrió con ella al ver que todos sus miedos se
habían ido y que era plenamente consciente de que su respuesta significaba que
volvería a intentar escaparse de aquella habitación pues la Casona era su casa
y ella la mujer a la que amaba desde niño.
La mujer con la que
había compartido toda su vida por más que hubiesen estado separados. La mujer
con la que quería seguir viviendo el resto de su vida. La mujer que lo amaba
más que a nada en el mundo. La mujer en la que se resumía su existencia. Su
mujer. Su esposa aunque aquel día en la iglesia, en vez de empezar su
matrimonio, empezase la pesadilla que en ese mismo momento acababa.
Acababa como acaban
siempre los cuentos, con un beso tierno, cargado de amor y de felicidad. Un
beso largo del que él no se quiso despertar y, queriendo no olvidar el sabor de
sus labios, mantuvo cerrados los ojos aún cuando ella hubo de separarse.
-Mi amor- escuchó como
Francisca le decía mientras acariciaba con sus manos su rostro. -Me parece
mentira- la miró para ver como pretendía acomodarse a su lado. -Ni te imaginas
cuánto recé para que llegara este momento- acabó por sentir su abrazo.
Y abrazada por las nubes me
siento yo ahora. Ni te imaginas cuánto
recé para que llegara este momento, podríamos decir nosotras también. Se me llenan los ojos de lágrimas y el
pecho de alegría ante esta escena. Escena que no… No es un relato sobre cómo
hubiera deseado que fuese el despertar del Ulloa, es exactamente lo que ha ocurrido
en el despertar del Ulloa.
Lo que ha ocurrido y lo que, no solo nos llena de alegría, sino también de ternura y amor.
Pero… sigamos con la escena, dejando a un lado plumas e
imaginaciones pues esto es mucho más bonito de lo que jamás hubiéramos llegado
a pensar. Es real. Tan real que podemos sentir como ella lo acaricia y él se
deja acariciar.
Decidme que no son bonitos, que no hay amor en hasta el más
mínimo gesto que se dedican, que no se quieren más que a nada en el mundo.
Decidme que no se os para por segundos el corazón al verlos, que no tenéis una
sonrisa boba en la cara. Decídmelo y estaréis mintiendo, porque ser raipaquista
esto. Y esto es precisamente lo que nos hace ser raipaquistas.
“-Te he visto atenderme con tanta solicitud y con tanta
ternura… Que me has hecho recordar lo mucho que te quiero. Y lo mucho que me
quieres”.
Nosotras lo sabíamos y él también; tan solo necesitó escucharla para que a su mente volvieran los recuerdos con la misma magnitud de sus sentimientos.
“¿Acaso lo ignorabas, bribón?”.
Él no, pero el resto del mundo, todos esos que ahora no están en esa habitación, sí. Lo ignoraban, lo ignoraban hasta el punto de atreverse a hablar de él como solo hablan los ignorantes. Lo criticaban, lo tachaban de ser un amor vano, falso y vengativo. De ser todo lo contrario, de poseer todo de cuanto realmente carece, porque la mentira ya no entra ahora entre ellos. Porque están tan pegados que ni en aire osa a separarles. Porque se quieren. Porque se quieren de verdad, con el conocimiento pleno de lo que son y no de lo que eran.
Con ese amor en cada poro de nuestro ser, pasan los minutos hasta que Emilia llega. Llega corriendo. Y grita de felicidad, y se agacha, y le cuenta como Francisca le dijo que ya estaba bien. Y le pregunta que cómo está, y lo mira, y lo toca, y se ríe con él. Y le pide que diga su nombre, y lo abraza, y lo vuelve a abrazar con más fuerza. Y todo, absolutamente todo bajo la atenta mirada de Francisca, que se limita a permanecer sentada a la vera de Raimundo, sonriendo al observarlos.
Ella que, antes, no había tardado en recordarle a él que debían avisar a su hija; ella que tantas veces criticó y fue criticada, ahora acepta y la aceptan, convirtiéndose así, después de todo, en algo similar a una familia.
Y este contento no acaba aquí, no es dicha de un día, pues la Casona despierta a la mañana siguiente con flores y una sonrisa de Francisca que alumbra toda la entrada. Una sonrisa que también nos sacan las ocurrencias disparatadas de Fe; sus gestos al escuchar como Francisca, Francisca Montenegro, pierde el hilo de una orden con solo pensar en Raimundo; su interés en reconducirla hacia lo que había de pedirle; y su forma de cumplir con lo mandado.
Al marcharse, parece que Francisca también va a hacerlo ante nuestros ojos, pero la seguimos hasta entrar en el despacho y verle a él, periódico en mano, refunfuñando sobre lo que acababa de leer. Ella lo besa en la frente, tratando de calmarlo, antes de saber siquiera lo que lo ha puesto así. Y lo escucha, y comenta, y lo corrige en cuanto ve que se equivoca al decir que no querría seguir leyendo la prensa, porque ese, el hombre justo y defensor de lo indefendible, es el hombre del que vive enamorada y así lo quiere, tan honesto y democrático como dulce es cada vez que la mira.
"Gracias, Francisca. Por todo".
Mas, Raimundo, aunque todas nos lo comeríamos a besos al igual que hace Francisca... Se equivoca al darle las gracias tan solo a Francisca, porque, aparte de ella, también hay que agradecer a María y a Ramón por transmitir tanto y a cada uno de los que hicieron posible estas escenas; Y a nosotras, por estar aquí, por haber tenido esperanzas y haber permanecido firmes bajo tempestades para ver lo que ahora estamos viendo.
Ufff, yo sigo intentando poner en orden mis emociones. Mas no puedo, que cuando a punto estoy de lograrlo, viene alguien, con algo asi, y lo vuelvo a vivir todo, y siento mil cosas a la vez. Eso si, te robo el armado ese. :D
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